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6-6-2014|12:26|CrónicaEspeciales
Barrio INTA

La Justicia tiene el rostro de los que quieren ayudar

Violencia de género, abusos, e inequidades de todos los colores, pero también la solidaridad y el esfuerzo cotidiano de la gente de Lugano. Historias mínimas que rondan la parroquia Cristo Obrero y el Centro de Acceso a la Justicia.

Por: Ana Soffieto/Mariano Armagno

Yolanda no tiene a nadie más que a Julián, su marido desde hace un año, y al bebé de tres meses de ambos. Se hizo amiga de Mari, una vecina del Barrio Obrero, en Lugano. Son de Paraguay, eso las hizo sentir cercanas. Cada vez que Julián la fajaba, Yolanda corría entre el barro y los escombros hasta lo de Mari.

-¿Qué te pasa? Sentate, tranquilizate –la recibió Mari una de esas veces.

-Julián me agarró de los pelos y me tiró contra la pared.

-¿Por qué?

-Porque vino borracho.

Mientras Mari intentaba contener el llanto de Yolanda, el marido decidió buscar a Julián. Eran paisanos.

-Escuchame, ¿qué te pasa? Eso no se hace. Mirá que nosotros estamos en la Argentina, no en Paraguay. Allá a las mujeres se les pega y nadie dice nada. Este es otro lugar. Te pueden mandar a la cárcel. Eso no se hace.

Julián prometió que nunca más volvería a lastimar a Yolanda. Pero no dejó de tomar y enseguida volvieron las puteadas y los golpes. En uno de esos arranques de violencia, echó a Yolanda de la casa y la denunció: dijo que ella había amenazado con matar al bebé. A Yolanda la internaron en el hospital neuropsiquiátrico Moyano.

-¡Mi bebé, mi bebé! –gritó desesperada por teléfono cuando logró hablar con Mari.

-Vos quedate tranquila, ya voy a hablar yo con algunas personas que conocen de estos casos.

Esas personas eran los curas villeros Facundo Berretta Lauría y Matías De Martini, y el equipo del Centro de Acceso a la Justicia (CAJ) que atiende en la parroquia Cristo Resucitado del barrio. Ellos fueron en delegación a buscar a Yolanda, a llevarla con su bebé, a ganar una orden de restricción de 250 metros para Julián y ahora, todavía, a pelear la cuota alimentaria.

De los 400 casos que el CAJ atiende por mes, la mayoría son para tramitar el DNI de los inmigrantes que viven en la zona. El resto son problemas familiares –cuota alimentaria, régimen de visitas, violencia doméstica- y de tanto en tanto “mi vecino construyó una medianera en el medio de mi casa”.

En el CAJ no solo ayudan a resolver trámites y documentaciones. También ofrecen la posibilidad de organizar mediaciones entre los vecinos. Cuando eso sucede intervienen todos: CAJ, curas, vecinos y cuantos se quieran sumar para calmar las aguas. Salvo una vez -cuando dos chicas terminaron agarrándose de los pelos y tuvieron que llamar a Gendarmería- por ahora vienen casi invictos en la resolución de problemas.

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La parroquia Cristo Resucitado queda en una de las esquinas del barrio INTA, ex villa 19. Las casas están pintadas de colores, hay árboles por todos lados y el aire es fresco. Las calles asfaltadas llevan nombres como Los Robles o Los Álamos. Muy pocos afortunados de Los Cedros y Del Palo Santo tienen número de domicilio. El resto se tiene que contentar con explicar que vive en tal manzana, en tal casa y, motivo que casi siempre es el pasaporte para quedar excluido en las búsquedas laborales.

El barrio se divide en dos. Solo hace falta acercarse a las vías del Belgrano Sur para que las casas de ladrillo y chapa se levanten a los tumbos sobre un lodazal. El impacto es brutal porque estos mundos apenas están separados por los rieles. Cuando pasa el tren uno podría pensar que hasta roza las paredes de la frontera. En un rincón, una cruz recuerda a un hombre que por sordo murió aplastado. Y están los niños y niñas que juegan allí porque esa también es su vereda

Junto con María Auxiliadora y Bermejo, el barrio en el que viven Yolanda y Mari, el Obrero es uno de los asentamientos que lindan con el barrio INTA. Ninguno de los tres es reconocido por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Más allá también se levanta el Barrio Mugica, antes Sueños compartidos. Tras el escándalo de  ‪Schoklender, muchos vecinos perdieron su trabajo. Las construcciones todavía están en marcha. Algunos ya consiguieron allí su primer departamento.

Para los curas villeros Facundo y Matías, “el barrio” es toda esa zona al fondo de Lugano que de tan olvidado pareciera caer hasta el infinito, de no ser porque los contiene el cruce entre la General Paz y Dellepiane. No importa si tal zona es reconocida en forma oficial o no. Dicen que la fe no tiene jurisdicción. Con ellos trabaja el equipo del CAJ.

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El rostro de Sabrina es duro y no resiste más angustia. Hace casi una semana se escapó con su nena de cuatro años de la casa de los padres porque les pegaban, porque el papá es paquero y la mamá alcohólica, porque la hacían dormir en el piso con la nena. En días ellos ya se enteraron en qué parador está refugiada. Sabrina huyó corriendo con la nena en brazos hasta el CAJ, ahí donde junto al padre Facundo la ayudaron a irse la primera vez.

Esta vuelta la calmó el padre Matías. Conoce a los padres de Sabrina. La última vez que se vieron terminaron a los gritos en la capilla. Se habían acercado para pedir otro paquete de comida –el  que Cáritas reparte una vez por mes-. El que les correspondía lo habían recibido el día anterior.

-A vos no te doy nada –le dijo el padre Matías al padre de Sabrina- ¿Para qué? ¿Para drogarte? Ni loco.

-Lo pasa es que mi hija tiene cáncer –le respondió el otro.

-Yo sé que me están mintiendo. No pierdan el tiempo. Sé que lo venden para comprar más droga.

Entonces el padre de Sabrina le gritó que podía meterse todos sus alimentos en el culo.

Apenas escuchó el pedido de Sabrina, el padre Matías no dudó en escribir rápido la dirección de un hogar de madres solteras. Ya más tranquila, ella le respondió con otro papel, aquel con el que se emancipaba de los padres para que ya no cobraran subsidios por ella.

-Mirá lo que me animé a hacer –dice bajito, orgullosa.

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El padre Facundo todavía estaba en la villa 21 en Barracas cuando comenzaron a aparecer los CAJ. Por aquel entonces, los curas del barrio Zavaleta organizaron una “casa social” donde médicos, abogados y psicólogos se acercaban una, dos o las horas que podían en la semana y así, a los parches, intentaban resolver los conflictos. Era una manera de acercar al vecino aquello que siempre le fue lejano, dice hoy. “Difícilmente sabían que puerta tocar, a qué oficina recurrir cuando tenían un problema de familia, por ejemplo, o de derecho laboral. Ni que hablar con el tema de los documentos”, explica.

Cuando los curas villeros firmaron un convenio con el Ministerio de Justicia de la Nación para crear los CAJ, sintieron que el Estado se hacía presente. Desde el trabajo territorial de los curas villeros, hoy los CAJ ayudan a los vecinos a conseguir su documento en el barrio, ofrecen mediaciones y sobre todo, refuerzan el trabajo de contención desde un anclaje institucional.

Cuando el CAJ llegó a INTA en octubre de 2010, Alejandra fue una de las primeras en sumarse al equipo a través del Plan Empleo Joven. Se había anotado porque era vecina del barrio, pero además su novio vivía a dos cuadras de la capilla donde se instaló el centro. Hoy es la más vieja del equipo y está orgullosa de su trabajo. Desde ahí logró sacarle el DNI a su primo Marcelo, que estaba detenido y por su condición de indocumentado permanecía en un limbo judicial. Ahora Marcelo está en libertad.

“Cuando hablamos de urbanización estamos hablando de algo más que de abrir una calle o pintar una fachada. Eso es para que el resto de la ciudad no chille”, dice el Padre Facundo. “Urbanizar es algo más amplio. Que el maestro de la escuela del barrio sea alguien del barrio, que el médico de la salita sea del barrio, que el cura sea del barrio”.

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-Tengo una sobrina que fue abusada por su papá y sus hermanitos necesitan terapia urgente. ¿Hay psicopedagogas? Mi hermana falleció hace cuatro meses de cáncer y luego el marido abusó de la nena a los pocos días. Todavía no lo puedo creer. Él está preso porque mi hija y yo fuimos a hacer la denuncia, pero como yo estaba tan mal me olvidé el DNI y no pude firmar. Él tomaba, pero no siempre, los fines de semana. Era un vago. Los vecinos distrajeron a la policía y lo quisieron linchar en la esquina.

La que habla, sin pausa, es Justa. Bajita, de tez morena y voz suave. Sergio, abogado y coordinador del CAJ de INTA, anota, toma los datos, pero sobre todo escucha. Es lo que necesita la mayoría de las personas que se acerca. El padre Matías dirá que esa oficina al fondo de la capilla, con dos escritorios y computadoras, un afiche del Papa Francisco, una foto del Padre Mugica y una mesa redonda para las mediaciones, funciona porque ahí las personas no son números que atender.

A un costado, Laura atiende a José, que es boliviano y necesita el documento argentino para él y su beba de nueve meses. Laura también anota y contiene. Administradora de empresas, cuando le ofrecieron el trabajo estaba entusiasmada y aterrada. No sabía si iba a poder aguantar enfrentarse a tantos problemas, otro mundo. El primer día de trabajo llegó media hora antes. “Esperé sola, parada en la puerta,”.

Justa termina el relato y la releva Lorena, su prima.

-Yo le dije a mi prima que vengamos para acá. Me hice amiga de una de las chicas que trabaja acá, Cata, y ella me animó a venir. Mi prima lo primero que dijo fue “no tengo un mango”, pero acá los trámites son gratis. Nosotros arreglamos la casa de los chicos entre los vecinos. Pintamos las puertas, arreglamos el techo, limpiamos todo. Era para filmarnos. Siempre tenemos que colaborar entre todos.

Cata es una vecina de INTA que colabora con los curas desde que se vino de Paraguay, a los veinte años. Cuando el CAJ desembarcó en el sur de la ciudad, también se sumó como voluntaria en el equipo. Ayuda con el idioma: atiende a sus paisanos y traduce consultas, todo ad honorem. Los vecinos también la buscan cuando algún dolor los aplasta y no saben a quién recurrir. La justicia en los barrios puede llevar el rostro de quien quiera ayudar.

Le llevó meses conseguir el documento de identidad. “Sin DNI estamos ilegales. Nadie viene porque sí de su país. Siempre viene en busca de un futuro mejor y con el documento podés tener un trabajo en blanco, educación o servicios de salud”.

Los padres Facundo y Matías recuerdan que antes, los vecinos tenían que salir del barrio y buscar oficinas en las que apenas entendían lo que les explicaban. Todos coinciden: si la Justicia se vuelve algo más cotidiano, presente en el territorio, para el barrio hay una diferencia enorme. Un acceso a la justicia verdadero.

-Sobre todo para los inmigrantes-dirá Cata.

Como cualquier otro día, Liniers era un caos. Rosa observó a una chica de veinte años que lloraba sin parar, en shock. Cuando se acercó, logró explicar que su novio la había traído de Paraguay, pero al llegar la entregó en un prostíbulo de la villa 15, en Mataderos. Había logrado escapar y tenía miedo que la mataran. Rosa la llevó con Cata.

- Rosa me dice que vos sos la única que me puede ayudar. Quiero ver a mi mamá. 

Cata le presentó a los curas Matías y Facundo y, junto a los chicos del CAJ, lograron que la joven volviera a su país.

“Yo también viví violencia de género. Me salvé de la muerte y decidí que cuando yo me entere de algo voy a tratar de ayudar. Sé lo que se sufre, sé lo que es estar amenazada. Quedás enredada y no sabés cómo actuar”, dice Cata.

A ella la ayudó el padre Sergio, el cura que estaba antes de Facundo y Matías, y Guillermo, el psicólogo del CAJ. Se acuerda de ellos y sonríe. Nunca se olvida la mano que te saca del dolor. “La única materia pendiente es conseguir un trabajo con sueldo y terminar la carrera de Trabajo Social”.

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Cuando hace quince días Gabriel volvió al barrio, nadie lo reconoció. Ya no está sucio, chupado hasta los huesos por el paco, mal vestido y con los ojos cruzados todo el tiempo. Gracias al cura Facundo, él y otros chicos del barrio se recuperan de su adicción y de a poco, vuelven a insertarse en sus hogares. Desde la parroquia, articulan con el CAJ, pero también con médicos, psicólogos, el SEDRONAR y las granjas, para que los pibes recuperen su identidad, sus vínculos, su vida. “Si el pibe le choreó hasta la plancha a la madre para paquearse, entonces el trabajo es mucho más que recuperarlo de la adicción”, explica Facundo. Muchos de ellos habían vendido su DNI para consumir. “Si bien nosotros coordinamos desde nuestro lugar de curas –dice Facundo- sabemos que una sola institución no le va a solucionar la vida a un pibe que se paquea”· 

El padre Facundo se queda unos segundos en silencio, como si pensara que todavía hay algo ahí que desde afuera a veces nadie termina de comprender. “Muchos dicen que tenemos inseguridad. Es verdad, es real. Pero la inseguridad en sentido amplio también es no saber si los chicos van a tener vacantes en el colegio el año que viene, porque por ahí deciden hacer la inscripción online y un montón de gente se queda sin vacante porque no sabe cómo hacerlo. Inseguridad es también no saber si vas a conservar el empleo o no. La gente de nuestros barrios siente inseguridad al no saber si van a recibir su medicamento o no en el hospital”.